lunes, 11 de enero de 2016

Atravesé una noche en Casamance ( Senegal )

Aquel día, de hace unos años, sentí la noche africana más larga del mundo.

Ocurrió en la Casamance, región preciosa y verde situada al sur de Senegal, que desde hace bastantes años sufre de una guerrilla que busca la independencia de ese territorio poblado mayoritariamente por gentes de la etnia Diola.

Íbamos en busca de una zona de manglares preciosa, de la que me habían hablado, situada en las inmediaciones de Áfiniam, zona rural algo apartada, caminos de tierra adentro, donde lo salvaje se hace omnipresente.

Hablamos con unos pescadores para poder recorrer parte de esos canales, en una barca de madera, similar a la que utiliza mucha gente para llegar a las islas Canarias desde aquellas costas africana, armada con un motor hecho polvo aparentemente cansado de navegar y de pescar, en su rutina.

Salimos, con el atardecer, a perdernos en laberintos de manglares, vegetación y silencio, en un lugar virgen que a esas horas empezaba a encenderse en olores. He de reconocer que la puesta de sol tras baobabs y árboles elefante era espectacular. Alguna foto de allí es de las mejores que tengo.

Pero al rato, el idílico paseo, se rompió. Y crecieron risas tontas y nerviosas. El motor se quedó sin fuerzas y nos quedamos tirados no sé dónde, en uno de los meandros que recorríamos de aquel río sin final.

Nos encontrábamos sin cobertura y nadie más sabía de nosotros.

Al cabo de una hora larga, el patrón y su hijo, lograron arreglar el motor del cayuco, y pudimos proseguir. Pero ya era de noche. Y la marea bajaba a una velocidad brutal. Con eso no contábamos nosotros, pero ellos sí. De ahí su cara de preocupación. El final era previsible. La barca se quedó en silencio y se llenó de dedos cruzados. Pero ni así. La embarcación embarró y se ladeó, casi del todo, allí se quedó en mitad de la noche y de ningún sitio. Desde allí tendríamos que seguir a pie. Menos mal de la luna llena. Nunca le he agradecido tanto a nada ni a nadie.

El primer paso para atravesar una zona de mangle sin agua es quitarse el calzado. Pues se engancha y se rompe a la primera. Así hicimos, siguiendo las indicaciones del jefe del barco. Y menos mal.

Éramos un total de siete personas, que sin pensárnoslo mucho, saltamos a tierra. Iba a decir tierra firme, pero no.  Hundiéndonos hasta las rodillas, e incluso más, a ratos. Atravesando barrizales llenos de raíces y demás elementos indescriptibles que no éramos capaces de ver pero sí sentiamos. La linterna que llevaban el patrón y su hijo, no la encendían más que en momentos puntuales o de desorientación, debido a la situación de aquella zona y por podernos confundir con posibles guerrilleros los miembros del ejercito. O a la inversa. Pues quién coño iba a estar a las once de la noche en mitad de un río sin agua lejos de todo.

No sabíamos lo que nos esperaba. Pero fue entretenido a la vez que potente. Más de dos horas atravesando lodazales y pantanales, y zonas periféricas de bosque, donde brillaban ojos a escasos doscientos metros, que según decían podrían ser hienas. Pero no estaba claro del todo.  Así que aún nos quedaba algo de tranquilidad.

Llegamos al albergue de Afiniam, cansados de andar y luchar contra el barro y contra nuestras caídas, pues teníamos mierda hasta en las orejas. Y la ropa prácticamente para tirar a la basura. Allí conocí la definición de Destrozado.


Nos metimos en la ducha, y empezaron a sangrarnos los pies, de todo lo que se nos había clavado en ellos. Y el marrón del lodo no se nos fue hasta pasada casi una semana.

Las mejores noches son las africanas, sin duda, repletas de estrellas, de silencio humano, de ruido misterioso, de olores, de trampas.

En aquel momento no. Pero ahora es un recuerdo al que le tengo tantísimo cariño. Fue un viaje, dentro de un viaje. Sin duda. Sin aquella gente, el final hubiera sido seguramente menos agradable. Quizá. No lo sé.

Sentirme tan vulnerable, tan pequeño y tan mierda.
Qué bonita sensación de majestuosidad adquieres de todo lo demás.