lunes, 25 de enero de 2016
lunes, 11 de enero de 2016
Atravesé una noche en Casamance ( Senegal )
Aquel día,
de hace unos años, sentí la noche africana más larga del mundo.
Ocurrió en
la Casamance, región preciosa y verde situada al sur de Senegal, que desde hace
bastantes años sufre de una guerrilla que busca la independencia de ese territorio
poblado mayoritariamente por gentes de la etnia Diola.
Íbamos en
busca de una zona de manglares preciosa, de la que me habían hablado, situada
en las inmediaciones de Áfiniam, zona rural algo apartada, caminos de tierra
adentro, donde lo salvaje se hace omnipresente.
Hablamos con
unos pescadores para poder recorrer parte de esos canales, en una barca de
madera, similar a la que utiliza mucha gente para llegar a las islas Canarias
desde aquellas costas africana, armada con un motor hecho polvo aparentemente
cansado de navegar y de pescar, en su rutina.
Salimos, con
el atardecer, a perdernos en laberintos de manglares, vegetación y silencio, en
un lugar virgen que a esas horas empezaba a encenderse en olores. He de
reconocer que la puesta de sol tras baobabs y árboles elefante era
espectacular. Alguna foto de allí es de las mejores que tengo.
Pero al
rato, el idílico paseo, se rompió. Y crecieron risas tontas y nerviosas. El
motor se quedó sin fuerzas y nos quedamos tirados no sé dónde, en uno de los
meandros que recorríamos de aquel río sin final.
Nos encontrábamos
sin cobertura y nadie más sabía de nosotros.
Al cabo de
una hora larga, el patrón y su hijo, lograron arreglar el motor del cayuco, y
pudimos proseguir. Pero ya era de noche. Y la marea bajaba a una velocidad
brutal. Con eso no contábamos nosotros, pero ellos sí. De ahí su cara de
preocupación. El final era previsible. La barca se quedó en silencio y se llenó
de dedos cruzados. Pero ni así. La embarcación embarró y se ladeó, casi del
todo, allí se quedó en mitad de la noche y de ningún sitio. Desde allí
tendríamos que seguir a pie. Menos mal de la luna llena. Nunca le he agradecido
tanto a nada ni a nadie.
El primer
paso para atravesar una zona de mangle sin agua es quitarse el calzado. Pues se
engancha y se rompe a la primera. Así hicimos, siguiendo las indicaciones del
jefe del barco. Y menos mal.
Éramos un
total de siete personas, que sin pensárnoslo mucho, saltamos a tierra. Iba a
decir tierra firme, pero no. Hundiéndonos hasta las rodillas, e incluso
más, a ratos. Atravesando barrizales llenos de raíces y demás elementos
indescriptibles que no éramos capaces de ver pero sí sentiamos. La linterna que
llevaban el patrón y su hijo, no la encendían más que en momentos puntuales o
de desorientación, debido a la situación de aquella zona y por podernos confundir
con posibles guerrilleros los miembros del ejercito. O a la inversa. Pues quién
coño iba a estar a las once de la noche en mitad de un río sin agua lejos de
todo.
No sabíamos lo
que nos esperaba. Pero fue entretenido a la vez que potente. Más de dos horas
atravesando lodazales y pantanales, y zonas periféricas de bosque, donde
brillaban ojos a escasos doscientos metros, que según decían podrían ser
hienas. Pero no estaba claro del todo. Así
que aún nos quedaba algo de tranquilidad.
Llegamos al
albergue de Afiniam, cansados de andar y luchar contra el barro y contra
nuestras caídas, pues teníamos mierda hasta en las orejas. Y la ropa prácticamente
para tirar a la basura. Allí conocí la definición de Destrozado.
Nos metimos
en la ducha, y empezaron a sangrarnos los pies, de todo lo que se nos había
clavado en ellos. Y el marrón del lodo no se nos fue hasta pasada casi una
semana.
Las mejores
noches son las africanas, sin duda, repletas de estrellas, de silencio humano, de
ruido misterioso, de olores, de trampas.
En aquel
momento no. Pero ahora es un recuerdo al que le tengo tantísimo cariño. Fue un
viaje, dentro de un viaje. Sin duda. Sin aquella gente, el final hubiera sido
seguramente menos agradable. Quizá. No lo sé.
Sentirme tan
vulnerable, tan pequeño y tan mierda.
Qué bonita
sensación de majestuosidad adquieres de todo lo demás.
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